Avatares de una Isla

sentirte purificado y comparecer sin rubor ante los dioses antiguos” (Ernest Hemingway)

Isla Mujeres no es una isla, es Ixchel,  la diosa maya, esposa del Sol, Itzamná.

Ixchel es la diosa de la luna, la diosa Madre, de la fertilidad, de la medicina y del parto… “La Diosa de hacer niños” cuya silueta quedó esculpida sobre el manto turquesa del Caribe.

Si te asomas desde el cielo, podrás ver “el avatar”, la encarnación terrestre de Ixchel; su piel caliza, color de cobre, café-rojizo, color de raza mexicana.

Humilde y orgullosa; esbelta, bella; confiada y en paz. Sonriente, enamorada, plena y satisfecha. Al fin y al cabo, “mujer”. Con la virginidad intocada, aún después de tanto tallarse y tallarse con el mar. Noche a día, día tras noche. Él, metiéndose entre los poros de su piel, insaciable, queriendo borrarla a base de besos, ola por ola de espuma seminal. Pidiéndole hijos sin dejarla respirar. Abrazándola toda, besándola igual. De pies a cabeza, lamiéndole el vientre, tallando su espalda. Haciéndole ver que si él lo decide, y ella se deja, puede comérsela de un solo abrazo. Ella, fingiendo, se deja querer por todos lados y permite que él la tenga, a ratos bajo el sol, a ratos, bajo las estrellas, mientras  permanece en éxtasis. Con las manos en oración, y la mirada perdida hacia el continente, sin perder detalle de su amada Patria. Formando arrecifes para que la protejan, y sin quitarle la vista a Kaan Kun, “el nido sagrado de la Serpiente”, ¡Quetzalcóatl!, con plumaje de sabiduría y astucia.

Virgen parida, sobre su regazo retozan sus hijas: Ixchebel Yax, Ixbunic e Ixbunieta, quienes no saben mas que jugar con sus muñecas. Ídolos de barro en forma de mujer, y que hallaron por ahí regados los conquistadores conquistados. Atrevidos que terminaron enamorados de aquella tierra, a la que llamaron “Isla Mujeres”.

Una Virgen con forma de isla, peinada con un penacho en su Playa Norte, apretando contra sus senos a la Bahía de Mujeres y dándole vida en su vientre a la laguna de Makax, mientras flota sobre sus diminutos pies en punta que se entierran en las aguas del Sur.

“Isla Mujeres”, avatar de mitos reales y verdades imaginarias. Donde el buen pirata Mandaca, ¡murió de amor! por culpa de Martiniana, una trigueña quien ¡no tuvo corazón! Seres de “carne y hueso” de cuento mítico ¿…un pirata bueno…?  ¿…una mujer sin corazón…? ¡No existen!, pero existieron. A él se le vio morir, de ella, no se supo más… por eso murió el pirata. Seres tan reales, como Santiago, el marinero en que  Hemingway se convirtió para poder atrapar al Gran Pez, cansado por “ochenta y cuatro eternos días” de haber pescado decepción tras decepción.

Santiago “…era un viejo que pescaba solo en una barca…” Era 1953 cuando Santiago partió de Cuba, con sus sedales, un par de sardinas por carnada, una botella de agua y un trago de esperanza. Dos remos para impulsarse y un bat beisbolero para ayudar a dormir a su presa antes de hacerla pasajera. Manolín, el chamaco pescador que siempre acompañaba al viejo, no pudo ir entonces con él, porque sus padres se lo negaron, al advertirle que aquél anciano estaba “…definitiva y rematadamente salao …” Por eso, y no por ninguna otra razón, el viejo partió más solo que viejo.

Ni Santiago, ni Manolín, ni Cuba, sabían lo que les esperaba. A Cuba le quedaban sólo siete años de vida, antes de caer prisionera por andar buscando su libertad. Mientras al viejo Santiago le llevaría toda la eternidad para  llegar hasta aquella “Isla de las Mujeres”,  la Isla de Ixchel,  la isla de “las libertades” esposada a su patria mexicana. País libre que encadena a propios y extraños con la belleza de su territorio y el abrazo amoroso de su gente.

Lo demás, Hemingway lo contó a su manera. El viejo Santiago fue enganchado por un gran pez, un pez nunca imaginado, ni por él, ni por Hemingway, ni por nadie. Un pez en forma de mujer, quien lo fue llevando con todo y barca hacia las profundidades de los sueños, donde navegan los marineros rumbo a la eternidad. Santiago nunca volvió. “Dicen” que el mar se tragó su cuerpo y escupió su espíritu.

Fue así como el espíritu de Santiago llegó a nado, hasta Isla Mujeres, justo donde está “La Virgen del Farito”, la que cuida a marineros y habitantes. A la que  se encomiendan los que se hacen a la mar. Igual que se encomendaban a Ixchel los navegantes mayas.

No es coincidencia, ni mito, sino avatar de la vida, que Cosme Alberto Martínez Magaña, un pescador, nacido en Isla Mujeres en 1942, le diera por hacerse a la mar, igual que Santiago, cargado de esperanzas y sedales. Niño marinero, Cosme Alberto aprendió las artes de su abuelo Ignacio y su padre, Mariano.

Con el tiempo, el mar le dio a Cosme Alberto peces y más peces. Y con el mar,  él y Flor Elena, le dieron dos hijos a la vida. Y se hizo del “Neptuno”, su primer barco, para batallar con tiburones y tortugas gigantes, cuando aún no era pecado interrumpir a las caguamas en el trance del amor, por ser simplemente una forma honesta de vida que el ecosistema de entonces bendecía.

Con los años Cosme Alberto aprendería que aquellos elefantes chaparros y sin trompa, disfrazados con caparazón, ya no podrían ser más sus presas por lo que juró ante la diosa Ixchel y ante la Virgen del Farito, que los dejaría en paz para que las futuras generaciones pudieran pescarlos sólo con la lente fotográfica.

Así, en paz, con Dios y con su entorno, Cosme Alberto se dedicó a la aventura que le diera de comer a sus ancestros, y la convirtió en un sano y legítimo deporte, en el que concursan por la vida el hombre y el pez.

A los 23 años, Cosme Alberto, emulando a Santiago, se lanzó junto con su amigo Aristeo “el manchado”, al encuentro con el “enemigo”. Aquél enorme “toro bravo”, un Marlin Azul, de 900 libras, 450 kilos de peso, y un cuerpo de más de tres metros y medio. Seis horas de lucha continua fueron necesarias para vencerlo. Casi el mismo tiempo que a Santiago le tomó lidiar con aquél atún que “le tensó los músculos hasta la náusea”.

El pez de Cosme Alberto finalmente obedeció, entregándose con nobleza en tributo a su contrincante Era la única forma de quedar en paz, Ganando ambos la batalla de la supervivencia. Batalla que no pierde el que muere, sino el que se derrota.

Así Cosme Alberto y Santiago aprendieron que “El hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, y se fueron tras el Gran Pez de sus destinos, contando con la bendición de Ixchel.

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