“Arqueología Mexicana” dedica número especial a la decoración corporal prehispánica

joyería que implicaba horadar la piel, como orejeras, bezotes o narigueras, la deformación del cráneo y el limado y la incrustación dentarios.

En su número especial 37, la Revista Arqueología Mexicana, correspondiente al mes de diciembre de 2010, incluye aquellas prácticas que tenían la piel como soporte principal –en algún grado–, ya sea porque se le cubría con pigmentos o porque de plano se le hendía u horadaba.

A través de una edición profusamente ilustrada, Arqueología Mexicana da cuenta de cómo en el México prehispánico el adorno corporal permanente o temporal poseía dos sentidos básicos: señalar una identidad social y sumar una cualidad determinada al cuerpo en ocasiones señaladas.

A través de un texto introductorio, el editor de la publicación, Enrique Vela, explica que la práctica del adorno corporal y las características últimas que éste adopta a lo largo del tiempo y entre distintas culturas son producto de un entramado simbólico que atribuye significados al cuerpo mismo –en conjunto y a cada una de sus partes– y a los elementos con que se le viste y adorna.

“La función primaria del adorno del cuerpo es establecer una suerte de identidad social, pues quien lleva un cierto tipo de prendas u ostenta alguna modificación intencional de su apariencia lo hace a partir de pautas culturales compartidas con los miembros de su grupo. La práctica de adornar el cuerpo puede adquirir distintos significados en distintos niveles y lo que para un grupo tiene un sentido para otro aún cercano culturalmente puede adquirir otro.

“En nuestros tiempos, la pintura en ojos y boca es una práctica esencialmente asociada a las mujeres, quienes no sólo realzan su belleza de acuerdo al canon sino que se hacen parte de un grupo determinado, el del género femenino. Hoy día existen hombres, en especial jóvenes, que usan de pintarse ojos y boca, no con la idea de ser vistos como mujeres sino para identificarse como miembros de un grupo específico dentro del conjunto social, uno que comparte visiones específicas sobre distintos aspectos como la música, la moda, etcétera”, indica Enrique Vela.

Además, el editor ejemplifica que la manera de adornar el cuerpo implicaba la pertenencia o no a un grupo determinado, es decir que funcionaba como seña de identidad, en el caso de Gonzalo Guerrero, aquel náufrago español que tras convivir con los mayas de la bahía de Chetumal, Quintana Roo, se integró plenamente a ellos y rechazó el ofrecimiento de sus compatriotas de rescatarlo.

“Además de su negativa a unirse a los españoles, lo que más llamó la atención de éstos fue que se había ‘labrado’ cara y cuerpo y portaba orejeras y narigueras. Esto no sólo muestra que se identificaba con los mayas, sino que éstos lo reconocían como noble, pues esta era una práctica reservada a la elite.

“En las crónicas de la época son frecuentes las menciones a las prácticas de adorno corporal que existían entre los habitantes de la región; de hecho se trataba de una costumbre que se encontraba no sólo entre los pueblos mesoamericanos sino entre las sociedades nómadas del norte del país, aunque cabe aclarar que con modalidades distintas”, indica el texto de Vela.

En la revista se ofrecen algunas de las principales características de algunas formas de adorno corporal, como la pintura, los sellos, el tatuaje, la escarificación, las orejeras, el bezote y las narigueras.

A diferencia de otras prácticas para el adorno utilizadas en la época prehispánica, la de la pintura corporal se distingue por su carácter efímero y porque no estaba restringida a la elite, si bien su uso en ocasiones públicas estaba regido por normas claramente establecidas. Era además una práctica que en cierto sentido escapaba al uso meramente ritual o de identificación social –que tenían en esencia las otras clases de adorno del cuerpo–, pues también se utilizaba cotidianamente.

La pintura facial presenta las mismas características que la corporal en cuanto a su carácter efímero y a que los colores y diseños utilizados tenían significados específicos y debían utilizarse en ocasiones determinadas y por ciertos personajes. En este sentido, la división entre pintura corporal y facial que se presenta en esta edición especial de Arqueología Mexicana es más que nada ilustrativa, aunque hay algunos puntos en relación con el uso de pintura en el rostro que son señalados.

Un elemento frecuente en los contextos arqueológicos mesoamericanos de prácticamente todos los periodos lo constituyen objetos de barro –aunque se han encontrado unos cuantos ejemplares en piedra– planos o cilíndricos que llevan incisas figuras de diversa índole. Se trata de los llamados sellos (objetos en los que la cara grabada es plana) y pintaderas (aquellos redondos en los que el grabado cubre toda la circunferencia). Generalmente se ha asumido que eran utilizados para estampar los motivos que llevan grabados, y de hecho algunos ejemplares conservaban restos de pigmentos, usualmente negro, blanco, rojo o amarillo.

El tatuaje, la técnica por la cual se pinta la piel de manera permanente, es una práctica extendida por el mundo, incluido el México prehispánico. Aunque resulta muy complicado discernir cual de la decoración que se observa en las representaciones de personajes en códices, cerámica y piedra corresponde a pintura corporal o a tatuajes, no existe duda de que esta última era una de las prácticas utilizadas en la época prehispánica para el adorno del cuerpo.

La escarificación es producto de un proceso simple, menos laborioso que el del tatuaje, pero sin duda bastante doloroso. En la época prehispánica para lograrla se hacían heridas o incisiones en la piel, siguiendo un diseño predeterminado, en las que se introducía tierra, carbón o piedras pequeñas, de tal modo que la cicatriz resultante tuviera volumen y en conjunto formara un diseño claramente distinguible.

El portar orejeras era uno de los rasgos distintivos de las elites del área mesoamericana. Se trata de una práctica que se remonta al Preclásico Temprano y llega hasta el momento de la conquista. Para poder llevar orejeras era necesario perforar el lóbulo de la oreja, tal como sucede con la preparación actual para portar aretes, aunque debido a las dimensiones bastante mayores que alcanzaban esos ornamentos en la época prehispánica el ensanchamiento del orificio debió ser progresivo.

Para las sociedades prehispánicas llevar bezote era una señal de dignidad, una manera de hacer patente que se habían conseguido los méritos suficientes para portarlo. No es de extrañar que fuera uno de los ornamentos distintivos de los gobernantes, quienes incluso los usaban con características adecuadas a distintas ocasiones. Ejemplo de ello son los bezotes de oro con forma de cabeza de águila que llevaban como parte de su atuendo como guerreros; varios de los mejores ejemplos conocidos de bezotes muestran esta forma. En el retrato de Nezahualcóyotl vestido para la guerra que aparece en el Códice Ixtlixóchitl, el famoso gobernante texcocano luce uno de ellos.

Finalmente, como algunas otras prácticas mesoamericanas relacionadas con la modificación del cuerpo humano con el fin de conferirle un significado específico, la del uso de narigueras es una reservada a la elite. De hecho, por lo menos desde el Clásico en adelante, la perforación en la nariz necesaria para colocarla se efectuaba en el marco de una ceremonia que tenía como fin investir a un soberano, el que en esa ocasión recibía insignias que en adelante simbolizarían su condición de gobernante, entre ellas la nariguera.

El catálogo visual de todas estas formas de decoración corporal se pueden encontrar en el número especial 37 de Arqueología Mexicana, revista editada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Editorial Raíces.
MAC

Fuente: (CONACULTA)

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