Emilio Pons o las vicisitudes de un tenor mexicano en Europa (1)

carrera académica y profesional en el extranjero. De hecho, sólo debutó en nuestro país con un recital en 2005 en el Museo Nacional de Arte. Así, ha interpretado los papeles de Arturo en Lucia di Lammermoor y de Nemorino en El elixir de amor, de Donizetti; Lenski, en Eugenio Oneguin, de Chaikovski; Fernando, en Goyescas, de Granados; Arbace, en Idomeneo, de Mozart; el conde de Almaviva, en El barbero de Sevilla, de Rossini, entre otros.

También es una persona muy preparada, pues es pianista concertista egresado del Conservatorio Nacional y licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana; tiene maestría y doctorado en Música por la Universidad de Indiana, Estados Unidos; habla, aparte del español, inglés, italiano, francés, ruso y alemán; ha tomado clases con personalidades como Francisco Araiza, Tito Capobianco, Teresa Kubiak, entre otras, y obtenido numerosos reconocimientos y premios en canto, como la Beca Plácido Domingo y el premio Pavel Lisitsian, etcétera. Emilio Pons es un tenor que ha obtenido sus logros con base en su amor por la música, esfuerzo permanente, sudor y lágrimas. Gracias a los avances tecnológicos actuales, pudimos entrevistarlo y nos habla de su trayectoria y de los obstáculos a los que se ha enfrentado a lo largo de su vida artística.

Doctor Pons, ¿por qué decidió dedicarse a la música, primeramente, y al canto, en definitiva?

A la música me he dedicado prácticamente toda la vida, puesto que comencé a tomar clases de piano desde que tenía cinco años. La decisión de dedicarme exclusivamente a la música la tomé únicamente después de haberme titulado en 1999 como Concertista de Piano por el Conservatorio Nacional de Música, donde estudié con la maestra Aurora Serratos y su lamentablemente ya desaparecido esposo, el maestro Guillermo Salvador; simultáneamente, cursé la licenciatura en Derecho en la Universidad Iberoamericana e incluso trabajé tres años como pasante antes de concluir mis estudios. Para entonces había descubierto ya mi afinidad por el canto, tras haber trabajado como pianista acompañante durante varios años en las clases y talleres de canto lírico de varios maestros del Conservatorio, tocando en las lecciones de muchos jóvenes cantantes mexicanos, incluyendo las del ahora célebre Rolando Villazón en más de un par de ocasiones. Hice, además, mis primeras incursiones en el estudio del canto bajo la tutela del ya desaparecido gran tenor mexicano David Portilla, con lo cual me fue posible presentar mi candidatura para los estudios de posgrado, tanto de maestría como de doctorado en música con especialidad en canto, que habría de realizar a partir de ese mismo año en la famosa Escuela de Música de la Universidad de Indiana (Bloomington), en Estados Unidos, bajo la tutela del barítono Andreas Poulimenos y, particularmente, del gran tenor cubano Carlos Montané.
Por lo que hace al porqué, paradójicamente, la decisión de dedicarme exclusivamente a la música fue fácil, a pesar de que implicó dejar atrás las dos carreras para las cuales inicialmente me había preparado. El haber contado con experiencia profesional en ambos casos me permitió sopesar las desventajas —particularmente en lo que respecta a la rentabilidad y estabilidad financiera que el derecho habría representado en contraste con la música— y ventajas —el raro lujo de poder dedicarme a la profesión por la cual había descubierto mi verdadera vocación— con verdadero conocimiento de causa. Agradezco a mi familia el haber insistido en que concluyera ambas carreras, puesto que, a pesar de las vicisitudes que como cantante he enfrentado y probablemente aún enfrentaré, nunca me he arrepentido de la decisión que tomé.

Ha estudiado formalmente en México y en el extranjero, después de estas experiencias, ¿qué contrastaría de la educación musical formal entre ambos extremos?

En mi opinión, la educación musical en México deja mucho que desear, pero ello no debiese sorprender a nadie: los planes de estudio de las instituciones superiores para el estudio de la música en México son obsoletos, la supervisión de la calidad del personal administrativo y docente, así como del desempeño de los estudiantes, es prácticamente inexistente y, quizá con la única excepción del plantel de la Escuela Superior de Música en el Centro Nacional de las Artes (en donde cursé mis últimos años de la carrera de Piano, cuando el edificio aún formaba parte del Conservatorio Nacional), los recursos materiales (instalaciones, instrumentos, material bibliográfico, etcétera) con los que cuentan dichas instituciones son limitados y se encuentran en un estado deplorable de conservación. Es verdaderamente escandaloso observar cuán escasos son los recursos atribuidos a la educación en México en general y particularmente en el ámbito artístico, y sorprendente observar los resultados que, a pesar de ello, algunos llegan a alcanzar.
No obstante, no debemos olvidar que en Estados Unidos, a diferencia de en nuestro país, la subvención del gobierno no es tan grande, y aun en instituciones públicas, como lo es la Universidad de Indiana, en donde yo estudié, el costo de la educación es infinitamente superior al prácticamente simbólico costo de la colegiatura en México. Tampoco debemos olvidar que el nuestro no es el único país en donde los recursos asignados a la educación son limitados; en Rusia, en donde comencé mi carrera profesional, el nivel de preparación técnica, particularmente tratándose de instrumentistas, es muy superior al nuestro, lo cual me obliga a concluir que nuestras deficiencias no sólo son resultado de nuestra situación económica, sino de nuestra falta de dedicación, tenacidad y, sobre todo, disciplina. Yo soy uno de los contados estudiantes del Conservatorio que efectivamente concluyó la licenciatura en Piano en el plazo establecido por el programa académico, a pesar de haber cursado paralelamente la carrera de Derecho e incluso de haber trabajado en ambos campos simultáneamente; no obstante, a pesar de mi disciplina, mi preparación teórica era muy deficiente cuando comencé mis estudios de posgrado y batallé mucho para corregir esa situación.

Su repertorio es amplio, canta en alemán, español, italiano, ruso, francés… ¿en cuál se siente más pleno, intenso? (Por cierto, es maravillosa esa canción que usted canta en español, que dice algo así: “… porque he olvidado ya tus ojos, hoy tengo ganas de llorar…”.)

La canción que usted cita se titula “No por amor, no por tristeza” y es obra del compositor español Antón García Abril. La grabación a la que usted se refiere, disponible en mi página de Internet, la realicé en el Wigmore Hall de Londres y es una de mis favoritas, tanto por la calidad de la grabación per se, como por el significado que tuvo esa experiencia para mí y por lo mucho que me identifico, naturalmente, con el repertorio español y latinoamericano. Creo que nada se compara con cantar en nuestra lengua materna, que, en el caso del español, es además un vehículo ideal para el canto lírico. Desafortunadamente, el repertorio de concierto en nuestra lengua es relativamente reducido en comparación con su contraparte alemana, que constituye la piedra angular del género de la canción de arte o lied, por usar la terminología alemana. Con este último, curiosamente, me identifico poco, quizá por el hecho de que siempre me ha sido prácticamente imposible aprender y, sobre todo, ejecutar en público repertorio en una lengua que no hablo, y durante muchos años no hablé alemán. Ésta es la sexta y más reciente lengua que he aprendido, después del inglés (que domino como si fuese lengua materna por la influencia de la familia de mi madre, aunado al hecho de haber estudiado en Estados Unidos), del francés, el italiano y el ruso, que después del español es mi lengua preferida.

Continuará…

Comentarios a esta  nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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