El blues de Don José

Don José, acaba de cumplir
77 años, más de la mitad
dedicados a la música,
la mayoría como
'segundero' de Don
Leandro Corona Bedolla
Foto:
Gregorio Martínez M./Azteca 21
A Gabriela, por estar ahí   

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

Ciudad de México. 12 de julio de 2008. José Jiménez nació el 19 de marzo de 1931 en la Playa Ponce, un ranchito ubicado como a un kilómetro de Zicuirán, en el municipio de La Huacana, Michoacán. Fumador empedernido, es alto, moreno, enjuto, de ojos claros indefinibles y rostro como la tierra. Músico; violinista, para más señas.

 

Casi siempre viste camiseta, guayabera blanca sin abotonar, pantalón negro, huaraches y sombrero calentano. Acaba de cumplir 77 años, más de la mitad dedicados a la música, casi la mitad como “segundero” de don Leandro Corona Bedolla. Le pregunté si cuando muera don Leandro –este año cumplió 101– se moriría un estilo de música terracalenteña único e irrepetible, tuve que repetirle la pregunta con voz fuerte, pues ya se está quedando sordo. Me respondió con firmeza que no, que él aún estaba.

Me contó que la música le ha dado grandes sufrimientos, pero que no se arrepiente de ser músico, pues para él es de lo mejor en la vida. Siendo un niño, junto con otros amigos, empezó a tocar el violín, sólo de ver y escuchar, sin maestro. Después le tocaban a los parvulitos y a los santos, “puros vinuetes”, que no se cantan. Duró varios años así, pero se quitó de “músico muertero”, como dice, porque les pagaban muy poco o de plano no les pagaban; en cambio, tocaban durante más de 24 horas.

Desde niño le gustaba ir a los fandangos; incluso, ahora de viejo, me cuenta, aún se va a La Nueva (Italia) o a Churumuco si se entera de que habrá música de arpa o banda de viento; otro tipo de música no le interesa, “si acaso, de mariachi”. En su niñez conoció a Leandro, como él lo llama, que ya era muy afamado y a quien le gustaba oír recargado en la silla donde el célebre violinista, sentado, tocaba. Éste lo veía y lo dejaba, pero no eran amigos ni se hablaban. José fue creciendo y empezó a bailar, a tamborear el arpa. Un día, el segundero de Leandro lo dejó, y éste le pidió que se integrara a su conjunto, pero él no creía merecer estar al lado de tan grande músico, al que reconoce como su maestro, aunque nunca recibió una clase o lección formal de su parte para que le hiciera segunda, pero aprendió a tocar el violín viendo cómo movía la vara.

Leandro, junto con el arpero Antioco Garibay, terminó convenciéndolo, a pesar de que no sabía tocar sones. Así, poco a poco, comenzó a salir a tocar con ellos, sin ensayar ni nada, “así mero, a la buena de Dios”. Y aprendió un amplio repertorio por partida doble, pues, por su lado, cree saber unos cien vinuetes y otros tantos sones por el lado de Leandro, aunque, en la mayoría de los casos, no sabe cómo se llaman. Reconoce que hay mejores violinistas que Leandro o que él, pero no en su estilo. Nadie puede tocar como ellos, no sabe por qué, si es muy “sencillo”. Nunca ha vivido de la música, siempre ha sido campesino. Sembraba maíz en tiempo de secas, ajonjolí, en el de aguas. Pero desde hace varios años ya no siembra; de hecho, lleva casi veinte años con problemas en los oídos, oyendo un “chicharraje” desde que se despierta y hasta que se acuesta a dormir, “con un ansia todo el santo día”. Además, padece bronquitis crónica. No sabe leer ni escribir; el tiempo lo mide por la posición del sol en el cielo.

Estuvo casado y tuvo ocho hijos, pero un día se le metió una mujer entre ceja y ceja y perdió todo, pues al cabo lo abandonaron la mujer y su familia. Vive solo –a veces con un sobrino “medio falto”, que lo acompaña–, sin trabajo y sobreviviendo del dinero de unas tierras que vendió hace algunos años. No tiene quien lo atienda y debe pagar treinta pesos para desayunar, comer o cenar. En ocasiones, come dos veces al día; las más, sólo una. Lamenta que nadie se interese por aprender su música, pues dice que podría dejarles algo, tanto son que sabe y nadie puede tocarlo, excepto Leandro y él. O a su estilo, como ellos dicen, pues en Apatzingán los tocan, pero no igual. “Son los mismos, pero suenan diferente”, rememora don José, “como lo reconoció hace muchos años ‘El Jalmichi’, el mejor violinista del Plan [una vasta región terracalenteña cuyo centro es Apatzingán], que era integrante del conjunto del legendario arpero Timoteo Mireles ‘El Palapo’, cuando delante de los mejores músicos de la región [durante un receso de una gira], dijo: ‘A este grupo le hemos de pelar todo lo que es v…a’”, señalando que los de Zicuirán tocaban el violín como ninguno.

Cuando don José evoca esos momentos, su mirada refulge y parece salir de su sempiterna tristeza, la que se agudiza al pensar en el estado en que está Leandro, que apenas puede caminar y ya no se basta solo, aunque “aún toca bien el viejito por ratitos”. Le tiene mucho aprecio, pues comenta que, sin Leandro, él no hubiera sido nada. Saca sus "Delicados", me ofrece uno y fumamos. Dice que no había nadie como Leandro para la cantada (el distintivo y complicado falsete de este tipo de sones) y el violín. No, no se arrepiente de haber sido músico, pero le duele mucho el abandono de sus hijos –varios en Estados Unidos– y desea que alguien le rente su parcela “para, aunque sea, sacar un dinerito”.

Incluso estaría dispuesto a venderla, pues, asegura, ya está viejo y muerto él sus hijos se pelearían por ella. También le pesa el olvido del Gobierno, que no se acuerda de músicos como él, que son el sostén y el alma de una tradición, que no los aprovechan para legar a las generaciones futuras un patrimonio intangible y en peligro de desaparecer. Don José se queda callado y yo no sé qué decirle para paliar su desamparo. El silencio ominoso nos cubre mientras fumamos. Empieza a atardecer en Zicuirán.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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